Caía la tarde y la luna brillaba cada vez más. El domador de dragones estaba con una bestia blanca e imponente. Desde el mediodía estuvo con aquel ejemplar, horas observando sus movimientos, sus reacciones. Lentamente se fue acercando, cauteloso, pues cualquier mínimo movimiento brusco del dragón sería trágico.
El domador se acercó calmo, pues no hay otra forma de acercarse a los dragones; huelen el miedo y reaccionan a los movimientos bruscos. Ya podía el caballero nombrado por las ninfas oler el tan particular aroma que emanaba de las escamas blancas como nieve, pero calientes, muy calientes. Ya su mano estaba a poca distancia de su cuello, y el dragón miraba fijo al domador. Los ojos de uno no se despegaban de los del otro. El mundo alrededor enmudecía, como si todas las cazadoras y hadas y ninfas llenaran de magia ese mundo para enmudecerlo. El domador, sin correr la vista de los ojos del dragón, comenzó a pronunciar palabras en el idioma del viento, el único que los dragones conocen. Un susurro tranquilizante que llegaba a los oìdos del dragón al tiempo que una pequeña mano se apoyaba en la base de su cuello. El dragón no hizo nada. La mano comenzó a recorrer el cuello hacia arriba, y el dragón finalmente presentó su hocico al domador.
El ritual habìa comenzado, el dragón le brindaba su respeto al domador, quien apoyaba una mano en el hocico y la otra en el cuello, debajo de la gran mandíbula blanca. Parecía no pasar el tiempo, estaban ahí los dos, casi inmóviles, en un acto que no permitía el más mínimo error. Semejante dragón con reflejos que reaccionan a la más mínima fluctuación del viento es fatal para casi cualquier otra criatura. El domador corría lentamente su mano, y sobre la frente del dragón aparecía un símbolo a la vez que en la espalda del domador. El dragón estaba recibiendo su nombre y brindando su fidelidad a ese hombre. Y los dragones, se sabe, son seres de palabra y la defienden hasta la muerte.
El domador ya tenía varios símbolos sobre el torso, pero este era especial. Se iba descubriendo sobre su espalda, desde la nuca, bajando por la espina dorsal, recorriendo hasta los hombros. Ambos sabían que algo estaba por suceder, que ese ritual era diferente.
La noche ya estaba asentanda, y se tenían que separar. El domador debería volver a su otro mundo, por pequeñeces.
Ahora estaba sentado en un stand, rodeado de las criaturas que tan bien conoce. Firmando sus obras, sus libros, su arte.
Yo ya conocía el
Cuaderno de Viajes de Ciruelo, pero lo había regalado a alguien para que recuerde algunas cosas en sus propios viajes. Tomé entonces feliz un nuevo cuaderno, y no pude más que llenarme de pudor extraño al ver al Señor de los Dragones, de la magia, fantasía. Estaba ahí! Me pareció evidente en ese momento que aquel Señor conoce en persona a los dragones, hadas, cazadoras, libélulas... Sabe cómo huele una cueva y cómo son las escamas de dragones al tacto. Conoce también el pelo de una ninfa y como se siente grabar la tierra con una garra de dragón. Le pedí que me firme el cuaderno, a lo que agregó un dibujo. No para coleccionarlo, sino para recordarme que era real: estuve frente al Domador de Dragones. Mi cara estaba completamente roja y ardida, no sé por qué. Quizás sentí la reminiscencia del calor de los dragones, quizás algunas escamas como brasas andaban por ahí. Quizás sentí cómo miraba a todos a los ojos, sereno… No sé cómo describirlo, sentí respeto y admiración.
Lo que me quedó más vívido en la memoria, además de unas imágenes increíbles en tinta negra acompañados de anotaciones mágicas, es uno que dice “Todo existe”. Me fascinò. La imagen tan poderosa como esas palabras. Creo que fue cuando lo ví, hace unos años ya, que decidí que es verdad, que TODO EXISTE; mis fantasías también, por mucho que intenten hacerme creer lo contrario.